viernes, 21 de abril de 2017

Los hombres detrás de los libros

El verdugo se acercó al reo y le sonrió. Tras los barrotes de su celda, en la penumbra de la noche, apenas iluminado por una triste vela, quien fuera a ser ajusticiado le sostuvo la mirada en silencio.
—Usted sabe quién soy y, sin embargo, no me tiene miedo. Nunca, en tantos años que vengo desempeñando mi triste oficio, nadie había permanecido impasible ante la perspectiva de la muerte.
—¿Cómo podría temerle? No es usted tan aciago presagio. Todo está como debiera. Lo hecho, hecho está, y ni usted ni los hombres que me sentenciaron pueden enmendarlo.
—Acaso piense que aún puede librarse del cadalso. Desengáñese, buen hombre; el tribunal ya revisó su condena. Es firme y no hay vuelta atrás.
—No me tome por ingenuo, venerable cuervo. Claro que conozco mi condena. Y no la discuto. Yo mismo firmé mi sentencia de muerte.
Nuevamente, se dejó caer un telón de silencio entre ambos. En su sórdida y sombría estancia, el prisionero podía ver el cielo a través de una ventanilla enrejada. El sol aún no se divisaba y las estrellas dormitaban en el cielo nocturno. La luz de la vela comenzaba a palidecer. Las ejecuciones se llevaban a cabo con la primera luz del alba. Al término de unos segundos, el verdugo reanudo el diálogo.
—Entonces, ¿solo se trata de afrontar el final con dignidad?
—¿A qué final se refiere, amigo? ¿Al de este cuerpo maltratado y vagabundo? No, no es en la dignidad donde encuentro la serenidad.
—Entonces, haga el favor de explicarse. No logro hallar la fuente de su entereza.
—A usted le desconcierta mi indiferencia hacia la muerte, pero eso es porque aún no ha entendido mi situación. Verá, toda mi vida ha sido un constante devenir hacia este acontecimiento. Podría decirse que este es el momento culminante; el instante sublime en el que desprenderme de mi existencia y enterrar mi conciencia. No tengo más camino que recorrer ni quiero seguir avanzando. Tengo la firme convicción de desvanecerme, no anhelo otra cosa. He cumplido mi cometido y me voy en paz conmigo mismo.
—¿Ha perdido el juicio? ¿Qué impulsa a un hombre a abandonar el mundo? Mi labor es tan infame como los hombres que ejecuto. Pero a la mayoría su infamia no les perturba. Son seres viles que no desean desertar de su miseria. Viven por y para el pecado. Cargan con su culpa y solo se arrepienten cuando se les muestra el patíbulo. ¿Qué ha hecho usted para no despreciar su obra? ¿Por qué abraza esta condena infame?
—No podría negar mi creación aun cuando la humanidad en su conjunto la repudiase. He volcado toda mi existencia y voluntad en su consecución. Y ahora, una vez concluida, ya no queda nada de mí fuera de ella. De hecho, ya ni siquiera me pertenece. Desde este mismo instante es patrimonio de todas las personas, de la historia y del olvido.
—Sea como usted dice. Los jueces le procesaron por atentar contra la moral y el sentido de la vida. Asumieron que usted había emponzoñado la mente de sus semejantes y calumniado contra todo lo que había de venerable en nuestra sociedad. El fallo le declaró culpable y el tribunal le condenó, al mismo tiempo, por revolucionario y reaccionario. Usted será ejecutado cuando termine esta conversación y su libro arderá en la pila. De todos los crímenes, el suyo es el más hermoso, pero también el más grave. Todo su orgullo y vanidad han sido las pruebas de cargo en un proceso donde se ha dirimido la fortaleza de nuestros valores. Nos ha tentado con su doctrina del hombre nuevo, pero ha sido vencido por la vieja fe, por la tradición de creer en lo antiguo.
—¡Admito todo cuanto se me imputa! Ese libro es el testimonio de mi culpa. Por ello, porque yo decidí libremente morir en él y confesar mil veces en sus páginas el pecado capital, por ello, estoy hoy aquí. Cerraré para siempre los ojos con la convicción de haber vivido sin claudicar; de haber creado una entidad que me supera y trasciende; de haber hecho todo cuanto pude por remover la conciencia de una civilización caduca... Pero no se equivoque; ni por un segundo albergué la esperanza de ganar esta guerra yo solo. Harán falta todavía muchos mártires que escriban libros y estén dispuestos a inmolarse; ya luchen contra la tiranía de su tiempo, ya pugnen con su propia alma.
Por el ventanuco de su celda vio el reo una luz en el horizonte. Volvió la mirada a su interlocutor y éste asintió. La conversación había terminado. La vela exánime yacía consumida. Al abrirse, las rejas de la celda crujieron con un quejido metálico. Su eco se perdió en las tinieblas. La muerte tendió su mano al condenado y éste la tomó agradecido, dudando si ello significaba el olvido o, acaso, la inmortalidad. “¿Qué más da?”—pensó—“Hice todo cuanto pude. Dije todo cuanto quise. Quizás algún día escriban un libro sobre mí”.
  Y así, mientras el sol escalaba la tapia del presidio y arrojaba su amable manto sobre la oscuridad del mundo, el verdugo se llevó a quien debiera ser ajusticiado.



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