viernes, 16 de junio de 2017

Aguas de cautiverio y vientos de libertad

¿Qué hace un moro de Tuggurt en la playa de Marbella?
Resopla el forzado al son de la chusma. Boga con fuerza sobre el mar encrespado. La cadena repica acompasada; con cada brazada la tierra se empequeñece y difumina. Su tez morena suda con profusión; a cada instante pareciera que exhala su último aliento.
Hace tiempo que no sueña cuando duerme (en alta mar la noche es insondable y solo existe el rumor incesante de la marejada), pero lo más justo es decir que ya no duerme cuando sueña. ¿Y qué sueña el moro en su prisión? Sueña que navega en un velero ligero. Desde el Levante a Orán, y luego hacia Gibraltar, pasando el estrecho hasta llegar a la vasta mar, que se abre infinita y son aguas de libertad. E imagina la brisa, el viento, y su velero volando veloz bajo la tempestad.
Sus manos encallecidas de esclavo ya no izarán la bandera de corsario. Allí, encadenado a su banco, la sal seca sus ojos y quema su piel; su rostro se marchita y pierde la fe. ¿Cuándo fue la última vez que vio a las gaviotas volar sobre él? No lo recuerda. Que extraño. ¿Quizás en Lepanto? Puede ser, no está seguro.
Ahora se acuerda. Fue en un bergantín veneciano, cargado de grano, en el puerto de Trípoli. Tras hacerse de nuevo a la mar, los turcos les interceptaron. Se apropiaron de la nave, el cargamento y la tripulación. A él lo arrastraron a la bodega y, desde entonces, no ha parado de bogar. Era comerciante, de los que no cesan de viajar. Mucho trato con los venecianos. Ya se lo decía su padre, de esos infieles, no te puedes fiar. Las tornas cambiaron y los tratos entre italianos y otomanos terminaron. Pero al final, acabó cautivo de sus hermanos mahometanos.
Pusieron rumbo al Egeo, donde se decía, les esperaba una gran escuadra. La guerra era ya cosa cierta y en Mesina ya ondeaba el pendón de una gran armada. En aquel momento, todavía se acordaba mucho de su amada. Sollozaba por la noche y blasfemaba con saña. Su suerte maldecía, porque siempre había sido hombre honesto y bueno, pero lo que más le dolía era no ver más a su querida.
Mientras él se lamentaba, en los renglones de la historia ya se preparaba la más alta ocasión que vieron los siglos y verán los venideros. Entonces aún soñaba bajo el amparo de la luna, y la marea nocturna le traía, de continuo, extraños cantos de sirena. La noche previa a la batalla una vieja parca le quiso mostrar su muerte. Soñó con un alto velero, que el viento marino arrastraba. En la popa, su amada lloraba desconsolada. Vertía lagrimas por él, anegando el mar que le ahogaba. El moro nadaba a su encuentro, pero el barco se alejaba. Y aunque no lo alcanzaba, no cesó de pugnar, hasta qué rendido del esfuerzo, la mar se lo quiso tragar. Se despertó de súbito a la madrugada. Las trompetas ya entonaban belicoso canto.
En la cubierta de su nave, los hombres hablaban la lengua de las espadas. Cimitarras y estoques entablaban sangrienta chanza. Todo en rededor rezumaba olor a pólvora y entrañas. Los cañones del sultán escupían un fuego atronador. Los del emperador contestaban; y en esas que una bala impactó donde el moro. La madera colapsó y el preso quedó aturdido. Cuando se recuperó, al fin lo sintió. El viento se colaba por el costado destrozado. ¡Pero que viento tan turbio y triste! No traía más que lamento y dolor. Cualquier atisbo de esperanza, rápido se difuminó. Todo cuanto veía era muerte y destrucción. La mar turquesa parecía atravesada por mil astillas ardientes y su agua clara enrojecía bebiendo la sangre de los hombres.
No tuvo el moro con su suerte para darse con un canto en los dientes. Los cristianos lo apresaron y desde entonces ha bogado en la galera de un capitán castellano.
El moro soñaba y revivía sus hazañas. Carne de galera; solo remaba, gruñía y resoplaba. Siempre yendo a alguna parte, siempre llevando un barco sobre su espalda. Cuanto necesitaba descansar… Para entonces el destino aún le guardaba una más. La vieja parca le volvió a visitar justo la noche de la tempestad. Pareciera que del sueño lo acompañó hasta despertar. Una columna de agua quebró la nave en dos. De todos los remeros, solo el moro salió y en las negras aguas no se hundió. Agarrado a un madero, aguantó el azote del mar como soportaba antes el látigo al remar. La lluvia y los relámpagos tardaron en cesar.
Al despuntar la aurora del astro solar, la infame tormenta al fin amainó. El moro maltrecho yacía tumbado, flotando a la deriva sobre el recuerdo de su barco. Exhausto pero sereno, con el rostro hacia el cielo, al fin libre de su encierro. De la libertad marinero. No hay tierra a la vista. Qué más da. Que decida el viento y el mar.


viernes, 21 de abril de 2017

Los hombres detrás de los libros

El verdugo se acercó al reo y le sonrió. Tras los barrotes de su celda, en la penumbra de la noche, apenas iluminado por una triste vela, quien fuera a ser ajusticiado le sostuvo la mirada en silencio.
—Usted sabe quién soy y, sin embargo, no me tiene miedo. Nunca, en tantos años que vengo desempeñando mi triste oficio, nadie había permanecido impasible ante la perspectiva de la muerte.
—¿Cómo podría temerle? No es usted tan aciago presagio. Todo está como debiera. Lo hecho, hecho está, y ni usted ni los hombres que me sentenciaron pueden enmendarlo.
—Acaso piense que aún puede librarse del cadalso. Desengáñese, buen hombre; el tribunal ya revisó su condena. Es firme y no hay vuelta atrás.
—No me tome por ingenuo, venerable cuervo. Claro que conozco mi condena. Y no la discuto. Yo mismo firmé mi sentencia de muerte.
Nuevamente, se dejó caer un telón de silencio entre ambos. En su sórdida y sombría estancia, el prisionero podía ver el cielo a través de una ventanilla enrejada. El sol aún no se divisaba y las estrellas dormitaban en el cielo nocturno. La luz de la vela comenzaba a palidecer. Las ejecuciones se llevaban a cabo con la primera luz del alba. Al término de unos segundos, el verdugo reanudo el diálogo.
—Entonces, ¿solo se trata de afrontar el final con dignidad?
—¿A qué final se refiere, amigo? ¿Al de este cuerpo maltratado y vagabundo? No, no es en la dignidad donde encuentro la serenidad.
—Entonces, haga el favor de explicarse. No logro hallar la fuente de su entereza.
—A usted le desconcierta mi indiferencia hacia la muerte, pero eso es porque aún no ha entendido mi situación. Verá, toda mi vida ha sido un constante devenir hacia este acontecimiento. Podría decirse que este es el momento culminante; el instante sublime en el que desprenderme de mi existencia y enterrar mi conciencia. No tengo más camino que recorrer ni quiero seguir avanzando. Tengo la firme convicción de desvanecerme, no anhelo otra cosa. He cumplido mi cometido y me voy en paz conmigo mismo.
—¿Ha perdido el juicio? ¿Qué impulsa a un hombre a abandonar el mundo? Mi labor es tan infame como los hombres que ejecuto. Pero a la mayoría su infamia no les perturba. Son seres viles que no desean desertar de su miseria. Viven por y para el pecado. Cargan con su culpa y solo se arrepienten cuando se les muestra el patíbulo. ¿Qué ha hecho usted para no despreciar su obra? ¿Por qué abraza esta condena infame?
—No podría negar mi creación aun cuando la humanidad en su conjunto la repudiase. He volcado toda mi existencia y voluntad en su consecución. Y ahora, una vez concluida, ya no queda nada de mí fuera de ella. De hecho, ya ni siquiera me pertenece. Desde este mismo instante es patrimonio de todas las personas, de la historia y del olvido.
—Sea como usted dice. Los jueces le procesaron por atentar contra la moral y el sentido de la vida. Asumieron que usted había emponzoñado la mente de sus semejantes y calumniado contra todo lo que había de venerable en nuestra sociedad. El fallo le declaró culpable y el tribunal le condenó, al mismo tiempo, por revolucionario y reaccionario. Usted será ejecutado cuando termine esta conversación y su libro arderá en la pila. De todos los crímenes, el suyo es el más hermoso, pero también el más grave. Todo su orgullo y vanidad han sido las pruebas de cargo en un proceso donde se ha dirimido la fortaleza de nuestros valores. Nos ha tentado con su doctrina del hombre nuevo, pero ha sido vencido por la vieja fe, por la tradición de creer en lo antiguo.
—¡Admito todo cuanto se me imputa! Ese libro es el testimonio de mi culpa. Por ello, porque yo decidí libremente morir en él y confesar mil veces en sus páginas el pecado capital, por ello, estoy hoy aquí. Cerraré para siempre los ojos con la convicción de haber vivido sin claudicar; de haber creado una entidad que me supera y trasciende; de haber hecho todo cuanto pude por remover la conciencia de una civilización caduca... Pero no se equivoque; ni por un segundo albergué la esperanza de ganar esta guerra yo solo. Harán falta todavía muchos mártires que escriban libros y estén dispuestos a inmolarse; ya luchen contra la tiranía de su tiempo, ya pugnen con su propia alma.
Por el ventanuco de su celda vio el reo una luz en el horizonte. Volvió la mirada a su interlocutor y éste asintió. La conversación había terminado. La vela exánime yacía consumida. Al abrirse, las rejas de la celda crujieron con un quejido metálico. Su eco se perdió en las tinieblas. La muerte tendió su mano al condenado y éste la tomó agradecido, dudando si ello significaba el olvido o, acaso, la inmortalidad. “¿Qué más da?”—pensó—“Hice todo cuanto pude. Dije todo cuanto quise. Quizás algún día escriban un libro sobre mí”.
  Y así, mientras el sol escalaba la tapia del presidio y arrojaba su amable manto sobre la oscuridad del mundo, el verdugo se llevó a quien debiera ser ajusticiado.